Pilar M. Martínez (Nació en la aldea La Rosa, del municipio de Yoro, el 12 de octubre de 1886 y murió en la batalla de Namasigüe, el 18 de marzo de 1907). Profesor y militar. Director de la Escuela de Comercio de Tegucigalpa, la que fue inaugurada el 1 de mayo de 1905, durante el gobierno del General Manuel Bonilla. Fue Diputado en ese gobierno.. En 1903, escribió un folleto sobre Contabilidad Fiscal. .Se casó en Tegucigalpa, con María Galindo Cevallos y fueron los padres del gran intelectual hondureño Arturo Martínez Galindo.En 1907, en el combate de Namasigue, defendiendo el gobirno de Manuel Bonilla, fue muerto en combate.
En 1914, el gobierno de Francisco Bertrand, exhumó su cuerpo del campo de batalla donde yacía y lo inhumó definitivamente, junto a tres Generales más, en el Cementerio General de Tegucigalpa. En la foto, la tumba de Pilar M. Martínez, en el extremo superior derecho.
En 1932, su hijo, le escribió un hondo poema, el cual repoducimos a continuación:
Me dicen que eras…
Al general Pilar M. Martínez, muerto en
Namasigüe,
cerca de la frontera, ante un ejército invasor
Me dicen que eras fuerte;
Señor, me dicen que eras como los robles.
Sano, recio y erguido
y hecho de tal manera
que de no haber sido hombre,
sino roble o encina,
aún estarías en pie
para vivir mil años.
Me dicen que vivías alegremente.
Que tu risa era enfática:
Vio tu sonrisa el Éxito
y la vio la Alegría y el Dolor y el Fracaso.
Para el débil las lágrimas.
¡Sólo los fuertes ríen!
Me dicen que eras bueno y acogedor y tierno.
Amplio el pródigo pecho y el corazón inmenso
y abierto como el mar…
aún tienes ese pecho cuando te evoco y cuando
en mis minutos sórdidos
como sol de alborada se alza tu corazón.
Me dicen que eras bravo como las tempestades.
Tu bravura fue un vértigo
que se acalló en un rayo magnifico: ¡tu muerte!
Campo abierto. Cañones. Clarines y metralla.
Tal vez un mediodía.
Por no ver la derrota apretaste los párpados.
Y a la tierra sedienta diste a beber sangre.
Señor, yo te imagino en tu postrero gesto:
Sordo, ciego y espléndido,
besando los terrones bermejos,
ya para siempre rígido, triunfador para siempre,
¡Sin miedo y sin reproche!
Ni por fuerte o por bueno,
ni por jocundo o bravo
yo te saludo ahora.
Yo no te he conocido, Señor, por lo que dicen
ni puede mi memoria captar algo de ti,
y aún en tu vieja casa –nuestra vieja casona-
eres no más un cuadro colgado en la pared…
Pero, Señor, sus lágrimas…
¡Hace un cuarto de siglo que la he visto llorar!
Valen más esas lágrimas que mármoles y lauros:
Yo que no sé tu risa y tampoco su lloro, me cuadro ante tu
sombra:
¡Firme, General!